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La malaria ahoga a Venezuela, como si fuera el siglo 19

La espesura de la selva venezolana no le da calor. José Gregorio tiene frío.

“Me duele el cuerpo, la cabeza, tengo fiebre”, se queja este indígena.

El diagnóstico: malaria, un mal erradicado hace años entre los yukpa, pero que volvió con la crisis, como en el resto de Venezuela.

Empezó a sentirse mal, le dolían los huesos, comenzó a vomitar, no comía; ahora tiene cuatro o cinco días sin comer”, dice su esposa, Marisol.

“A mí también me ha dado. Y después cayó el bebé”, cuenta la dama, quien agregó: “Antes no era así aquí, solamente había chikungunya y dengue. El paludismo volvió el año pasado”.

La familia vive en El Tukuko, un pueblo al pie de las montañas que cruzan la frontera con Colombia, a más de tres horas desde Maracaibo. Es el asentamiento más grande de indígenas yukpa.

No hay estadísticas oficiales sobre la malaria en El Tukuko, ni sobre el número de muertes que causa.

Pero el médico Carlos Polanco señala, desde la sala de la misión católica donde atiende, que de cada 10 personas que van al laboratorio a hacerse la prueba de paludismo entre cuatro o cinco salen positivo.

Nelson Sandoval, un fray capuchino que preside la misión, agrega: “Antes de ser fraile conocía esta comunidad y nunca había visto ningún caso de malaria aquí. Esto es una pandemia”.

El Tukuko es afectado por el Plasmodium vivax, una forma de malaria menos letal que la otra cepa, Plasmodium falciparum, que prevalece en las regiones amazónicas del sureste de Venezuela.

Según Sandoval y Polanco, la razón de la vuelta de la enfermedad es simple.

Hace unos años, el gobierno venezolano enviaba regularmente empleados para fumigar. Esos humos atacaban a los mosquitos Anopheles, transmisores de la malaria, y la enfermedad estaba bajo control. Pero estas campañas de fumigación se detuvieron.

En El Tukuko, la acción del gobierno madurista es lejana, pero sus símbolos están cerca.

En la entrada del ambulatorio local, un cartel de Hugo Chávez  custodia a los visitantes. La doctora Luisana Hernández se desespera al pedir alguna ayuda pública.

“Cada día el deterioro es más. Los refrigeradores para almacenar vacunas no funcionan porque pese a que hay un generador eléctrico, no lo han podido hacer funcionar por la falta de combustible. Hemos tocado puertas y nada”.